SIGLOS EN EL TIEMPO
Un compendio de las crónicas mas resaltantes del siglo XX en la población a cargo de historiadores, cronistas, investigadores y nativos de la comarca visible. Aquí la palabra es mas recuerdo que olvido, es el aliento de todos y cada uno; los de nombradía o anonimia; ésta es la voluntad del pueblo de pervivir ante el tiempo. He aquí las vivencias:
DULCES Y DULCERAS DE AQUELLOS DIAS Manuel Sarmiento.
Amigo lector, cuando uno hace un trabajo y hay alguien que lo valora, entonces se siente regocijo, se llena de estímulo y ello hace que se continúe adelante, Yo he tenido la suerte de sentir parte de ese estímulo, ya que se me acercaron varias personas que leyeron el artículo que escribí relativo a los bonos y las ñapas, diciéndome que les había gustado y que ellos ignoraban muchas de las vivencias que allí se narran; a la vez que me dijeron, cosa que agradezco mucho, que si tenía otros temas que los escribiera. Por supuesto, lleno de satisfacción, decidí escribir la siguiente crónica que tratará sobre los dulces criollos del San Sebastián de ayer.
Dulces que, aparte de ser muy solicitados, se convirtieron en la delicia del paladar de propios y extraños. Mis hijos, al igual que los jóvenes de la actualidad, no tuvieron la suerte de saborear estos exquisitos manjares. Al igual que en la narrativa anterior, me refiero a la de las ñapas, voy a remontarme a los años cuarenta del pasado siglo, y yo diría que estos fueron los años dorados, de apogeo, o mejor de la popularidad de las damas laboriosas que fabricaban estas sabrosas golosinas; trabajadoras incansables, ya que su elaboración era toda hecha a mano. Recuérdese que San Sebastián era una aldea sumida en el atraso, y no se conocían artefactos electrodomésticos de los cuales disfrutamos hoy. Por lo tanto, como no habia nevera, tampoco los refrescos comerciales. Esto me hace recordar algo que nunca podré olvidar y que forma parte de esta crónica, y es que la señora Graciela Moya hacía unas tortas de topochos que los muchachos de la época nos chupábamos los dedos y su costo era de una locha.
También elaboraba un sabroso carato de maíz que lo envasaba en unas botellitas llamadas cuartico, eran los refrescos que existían. La tapa era una hoja de naranja y su precio una locha. Justamente una locha era lo que le daban a uno para la merienda. Enfrente de la señora Graciela residía su hermana, la señora Hermelinda Moya, quien elaboró por mucho tiempo unos sabrosísimos majaretes que vendía su hijo Orlando Allen y su costo era de tres majaretes por una locha. Ambas señoras residían en el barrio Lourdes.
En la calle Bolívar también vivió Ascensión Carruido, por cierto hermano de Josefa Carruido, otra persona bregadora y dedicada por espacio mas o menos de cuarenta años a la dulcería criolla. Gracias a su pequeña industria levanto una familia. Él era experto en la fabricación de jaleas, revolcados, conservas de coco y, algo que creo no vamos a ver nunca mas, los famosos alfeñiques. Casi todo este producto era vendido en la Escuela Felix Antonio Saa, exclusiva para niñas. En la calle Guaicaipuro, conocida como la bajada de El Polvero, vivió toda una vida la señora Panchita Oliveros; su especialidad fueron los bizcochuelos. En la calle Díaz Alfaro, actual residencia de la familia Ovalles, vivió y murió la señora Adelita Oliveros, la cual se destacó fabricando bizcochos de manteca, estos bizcochos fueron muy famosos porque se creó la costumbre de comerlos mojados en café claro a esos de las tres de la tarde.
La señora Felicia Conde, al igual que la señora María de las Nieves y otras mas que aparecerán en esta crónica, fueron damas de férrea perseverancia y constancia, es por ello que sus vidas estuvieron enmarcadas en el fragor del trabajo. La señora Felicia se destacó en la elaboración del pan de horno de harina de maíz cariaco, pan de horno de cuajada, bizcochos de manteca, catalinas, bizcochuelos, suspiros de exquisito sabor porque eran hechos con huevos de gallina criolla, y por último los bastones que también eran hechos con harina de maíz cariaco.
Voy aprovechar la ocasión para brindarle al lector los precios de estos ricos manjares. Un suspiro costaba un centavo; una catalina, un centavo; un bizcochuelos, una locha; seis bastones costaban medio, es decir 0,25 céntimos; doce roscas de pan de horno, un bolívar; veinticuatro bizcochos de manteca, un bolívar.
En la calle La Caridad está la casa que fuera residencia de la señora Felicia Conde a la cual el suscrito tuvo la desdicha y el infortunio de acompañar hasta su última morada. Allí, como testigo mudo que marcó una época, está conservado el horno de ladrillos que sirvió por muchos años para cocinar estas delicias que a la vez dieron calor a aquellas laboriosas manos durante décadas.
La señora María de las Nieves, otro ejemplo digno de la mujer sansebastianera, vivía en el barrio El Paraíso. Ella fabricaba bizcochuelos, almidones, besos de coco y polvorosas; y ella misma los vendía en su azafate en la acera donde hoy funciona el Ateneo. María Paéz me contó que ella fue su eterna ayudante en la elaboración de estas golosinas y que mas nunca pudo saborear la ricura de los almidones y de las polvorosas que esta señora hacía. Me confesó que su secreto se lo llevó a la tumba. La señora Ana Esther Petrosino, quien vivió en la calle La Caridad, fue artífice de dos especialidades, en lo que a dulces se refiere, las tortas de plátano y las tortas de pan que jamás tuvieron competencia
Fuente: archivospagina.blogspot.com